En realidad de quien discrepo es del padre Ignacio Larrañaga, pues Mendoza divulga algunas ideas del primero. Al padre Mendoza le debemos un encomiable esfuerzo de divulgación sobre temas teológicos, espirituales y de crecimiento personal; lleva varios decenios sin levantar la mano del arado. En la contribución que comentaré adapta unos pensamientos del padre Ignacio Larrañaga. (Antes de continuar, para quienes no lo saben, Larrañaga fue un inmenso conductor de creyentes hacia la oración profunda, un maestro de espiritualidad. Falleció el 28 de octubre de 2013).
Después de atinadas e inspiradoras observaciones sobre la pasión del Señor Jesús, Larrañaga escribe que el Pobre de Nazaret (bella frase suya), clavado en cruz, se dirige al Padre con estas palabras: “Todo pasó, Padre mío. La batalla llegó a su término, el drama está consumado. La pesadilla que acabo de sufrir no ha sido más que una horrible sensación. Y ahora, una dichosa certidumbre ha comenzado a inundar de alegría mi yo último… Yo sé, Padre mío, yo sé que estás aquí, ahora, conmigo. Y en tus manos entrego mi vida” (Lc 23,46)”.
En mi opinión, esa licencia poética de Larragaña no recoge en toda su integridad y hondura el drama de la cruz. No tiene en cuenta que Jesús grita, según se lee en los evangelios de Marcos y Mateo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Algunas traducciones prefieren “desamparado”, en vez de “abandonado”. Los evangelios, que fueron escritos en griego, ofrecen esas terribles palabras también en arameo, la lengua que hablaba Jesús, para que nadie dude de su veracidad. Según Mateo, entre el grito por sentirse abandonado y su muerte se le ofreció vinagre en una esponja, de modo que transcurrieron minutos suficientes para que entregue su vida al Padre, en un supremo gesto de confianza. Siendo así, no hay contradicción entre los evangelios pues, como se aprecia, se trata de dos tradiciones complementarias, la de Marcos-Mateo y la de Lucas. Conviene leerlas y comprenderlas de modo conjunto, pues entre ellas se da una iluminación mutua.
La inconveniencia de basarse solo en la versión de Lucas (o en la de Juan si fuera el caso, según el cual Jesús dice antes de expirar “Todo se ha cumplido”), radica en que disminuye de modo peligroso la fuerza salvadora de la crucifixión. Trataré de explicarme. Existe un principio teológico según el cual solo se redime lo que se asume. Por ejemplo, en el seno de María, el Verbo asume la carne humana, por eso puede redimirla. Trabajando con José, el carpintero, Jesús asume el trabajo. Desde entonces el trabajo no solo sirve para ganar el pan de cada día; es también camino de santidad- Y así por consiguiente.
Cuando Jesús experimenta el desamparo del Padre, se hunde en las mismas arenas movedizas de todos los abandonados y desesperados de la humanidad; ha asumido el dolor en su forma extrema, pero por eso puede redimirlo y darle sentido. Es un Dios diferente al de otras religiones que miran sentados en una nube la tragedia de los insectos humanos rociados con veneno. Por el contrario, el Dios de la fe cristiana sufre en carne propia el dolor más devastador.
Si bien los sufrimientos infligidos a su cuerpo fueron atroces, el mayor abatimiento del Nazareno es de carácter espiritual. Se siente vacío ante una muerte absurda y, lo peor de todo, abandonado por su Padre, en quien había puesto toda confianza. Sin embargo, solamente gracias a tan amarga experiencia, el Señor Jesús posee la autoridad moral necesaria para hablar al oído de los enfermos que se revuelcan desolados en su lecho de muerte, cuando ya ni la morfina funciona.
Puede dar esperanza a quienes, sintiéndose extraviados en medio de las depresiones, padecen la tentación del suicidio. Y puede ser solidario con los masacrados civiles en las guerras de esta humanidad que se destruye para ganancia de los fabricantes de armas. Y tantas otras situaciones de angustia desquiciada e inexplicable. Si no hubiera sufrido la experiencia del abandono de Dios, Jesús no sería el salvador de toda la Humanidad.