El capitalismo mundial atraviesa una etapa excepcionalmente tormentosa.
Tormentosos aquellos días, a lo largo de 2008, en que, una tras otra, enormes corporaciones transnacionales se asomaban al abismo de la quiebra. No solo monstruos de las finanzas, sino también gigantes automovilísticos, incluyendo la emblemática General Motors. Vino un derrumbe estrepitoso a finales de 2008 y primeros meses de 2009. Del pánico y la “caída libre” (como la designara Stiglitz), se pasó a una estabilización relativa y, luego, a una recuperación que, de tan frágil, conservaba el aspecto propio de una recesión jamás concluida.
De tal modo, y aunque oficialmente se decretó el final de la Gran Recesión, lo cierto es que las economías de Estados Unidos, Europa y Japón jamás, ni hasta el día de hoy, recuperaron la salud. Por otra parte, ya en 2010 empezaron a manifestarse los primeros problemas con la deuda pública europea.
El fantasma de la quiebra italiana es como al modo de una espada de Damocles que pende sobre la economía mundial. Y, sin embargo, es solo uno entre varios. Otro fantasma, y no el del comunismo, recorre Europa: el de la destrucción de las democracias. Las caídas de Berlusconi en Italia y de Papandreu en Grecia lo ilustran, sobre todo en cuanto se presta atención a los nombres de sus sustitutos: Mario Monti y Lukas Papademos, dos tecnócratas que, literalmente, han sido escogidos e impuestos por los “mercados”, es decir, por el capital financiero. Acontece que, en beneficio de las exigencias que la especulación impone, se instalan, al comando de Italia y Grecia, a dos personajes entresacados de las entrañas mismas de esa especulación.
Pisotear de tal forma la democracia equivale, sin más, a humillar a los pueblos. Y, entre tanto, nada se resuelve, porque la espiral de recortes y restricciones augura la eternización de la recesión y bloquea cualquier posibilidad de que los países se liberen del fardo de la deuda.
Por ahora, como dos o tres años atrás, intentan ganar tiempo y tirar la bola para adelante. El derrumbe, en los términos catastróficos que algunos marxistas predicen, podría darse. O quizá no. Depende de muchas fuerzas y factores en pugna, dentro de un cuadro cuya complejidad es extrema. Pero incluso si no se diera, hasta en el mejor de los casos cabe esperar un largo período de persistente estancamiento económico, elevado desempleo y creciente conflicto social y político. Y esto también vale para Estados Unidos, que, si de momento no están en el centro de la tormenta, en cualquier momento podrían volver a estarlo. Recuérdese que la deuda total (pública y privada) de ese país, más que triplica su PIB. No es un dato menor y no permite ser demasiado optimista acerca del futuro de la decadente potencia hegemónica.
No andan descaminados quienes hablan de una crisis de civilización, resultante, a su vez, de un entrecruce explosivo de diversas crisis. Es posiblemente cierto que las reservas de petróleo y diversos minerales, esenciales para el aparato industrial del capitalismo mundial, van camino de agotarse (o casi) en próximas décadas. Cierto, además, que la crisis del patriarcado genera tendencias demográficas que, al cabo de unos 40 o 50 años, podría generarle serios inconvenientes a los países más ricos. Como también parece claro que el cambio climático acarreará costos muy elevados durante el próximo siglo.
Y siendo todas las anteriores hipótesis bastante plausibles, es posible también que la actual crisis económica mundial tenga consecuencias de gran significación, en plazos más cortos de los que se prevén en relación con los otros aspectos problemáticos indicados. Una consecuencia cada vez más factible tiene que ver con el reacomodo de poderes a escala planetaria. La decadencia económica de los tres centros dominantes –Estados Unidos, Europa y Japón- parece ser una tendencia irreversible. Cierto que aún tienen a su favor los monopolios militar y tecnológico, y que toda la institucionalidad global (FMI, Banco Mundial, OMC) están concebida a la medida de sus intereses. Pero también se evidencia hoy día que el relativo (y en todo caso nada brillante) dinamismo de sus economías durante los últimos tres decenios, estuvo fundamentado principalmente en la deuda y en una espiral insostenible de juegos especulativos.
Más que acumulación de capital productivo, se dio hipertrofia del capital ficticio. La crisis actual entraña un doloroso proceso de saneamiento de esas ficciones económicas el cual, sin embargo, está lejos de haberse concluido. Y suponiendo que el proceso pueda ser conducido por las ineptas y corruptas clases políticas de esos países, de forma que se evite un colapso catastrófico, aún así saldría a la luz una situación, realmente grave, de anemia estructural.
Posiblemente la economía mundial va camino de convertirse en un sistema multipolar, donde al cabo de unos pocos decenios China pasará a ser la principal economía, compartiendo créditos con unos Estados Unidos segundones, y con otros centros emergentes, de relativa significación, como Brasil y la India. Europa habrá pasado a ser un buen museo adonde contemplar viejas glorias, y Japón quedará desplazado a un tercer plano. Un desafío aún más agobiante es el que plantea la sostenibilidad de los sistemas políticos, al cabo del ataque de que hoy son víctimas, y todo el inevitable replanteamiento en las formas de producir y consumir que las crisis energética y ambiental imponen.
Y, entre tanto, ¿quién en Costa Rica se preocupa por nada de esto? Urgimos de cambios profundos. No para buscar el sueño engañoso de ser “el primer país desarrollado de América Latina” (según la fórmula demagógica del siniestro Oscar Arias). Sí para para restablecer la equidad, recuperar y fortalecer la democracia y salvaguardar la naturaleza, al tiempo que nos preparamos ante gigantescas turbulencias de incierto impacto.
Pero, la verdad, eso a nadie en Costa Rica le interesa