Juan Ramón Rojas es autor de varios libros: novela, cuento, históricos y relatos. (Foto: del muro del autor)

Quienes hemos publicado algún libro sabemos del trabajo que conlleva, no solo la parte de la escritura que puede consumir meses e incluso años en algunos casos, sino también de su publicación, donde entran en juego costos editoriales, de distribución y venta. Y si vienen del exterior, el transporte. Y las ganancias, obviamente.

Después de todo este proceso, el autor debe enfrentarse a las modernas formas de entretenimiento, que pueden resultar más caras que los libros, que se pagan sin cuestionamiento alguno, pero más fácil de acceder. Con esto no quiero decir que se deba renunciar a ese fantástico y moderno mundo audiovisual que tanto atrae a todas las generaciones, no solo a las nuevas.

El libro es, nada más, una de las tantas posibilidades de pasar un rato ameno. Por ejemplo, asistir a un estadio a ver un partido de fútbol o un concierto de un cantante o un grupo musical, muchas veces de dudosa calidad, supone un costo mucho más alto que lo que cuesta un libro. Porque no solo se debe pagar el boleto de ingreso, sino lo costos colaterales, como es el parqueo y la alimentación requerida para estar varias horas en espera o presenciando el espectáculo.

El libro, que consideramos caro, que efectivamente para muchos lo es (me incluyo), es el objeto más prescindible. Y esto puede suceder no solo a personas de baja escolaridad, sino incluso a profesionales con títulos universitarios, a veces con altos grados académicos. En la escala de gastos del mes o del año, es posible que el libro esté en el último puesto o acaso nunca ha estado, en un mundo de tantas prioridades. A esto se suma una justificación válida: el estrés de nuestro tiempo, que deja escaso tiempo para la reflexión reposada que conlleva la lectura.

Nadie deja de ser feliz por no haber leído un solo libro en su vida. Ni es feliz solo por haber leído decenas o centenas de libros. Por el contrario, la lectura persistente puede llevar a una persona a ser más inconforme, más cuestionadora, ideas elaboradas como si estuvieran escritas en piedra, en los campos políticos o religiosos. A lo mejor es un antídoto contra dogmatismos. Explorar nuevas perspectivas para ver más allá de su pequeño entorno. Tampoco todo esto está garantizado con la lectura. Pero por algo regímenes totalitarios, desde Hitler a Mao o dictaduras militares, temerosos a las ideas, han optado por quemar libros masivamente para borrar parte de la historia de la humanidad, la historia y el arte que querían ocultar. Igual han actuado algunas religiones. “En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late el deseo insatisfecho”, dice Vargas Llosa.

El libro, cuyo día celebramos este 23 de abril, es un objeto perdurable a través del tiempo y su relectura, años después, le pueda aportar conocimientos que no encontró en aquella primera visita. Por lo demás, su disfrute no está sujeto a un momento o una persona determinada. Puede ser leído y compartido con una o varias personas. La lectura es una forma agradable de pasar el tiempo, cuando se tiene el hábito. Mis primeras experiencias, como lector, comenzaron visitando librerías de segunda mano.

Sergio Ramírez afirma que nadie lee un cuento o una novela para instruirse o para encontrar lecciones éticas o filosóficas. “Lee para divertirse”, asegura. En parte tiene razón, pero no del todo. La literatura también es una forma de contar la historia, de manera amena y al alcance de un mayor número de personas que como tal vez lo haría algún especialista. Abundan ejemplos: Guerra y Paz (Tolstoi) o La fiesta del Chivo (Vargas Llosa), para poner solo dos ejemplos de los muchos que recoge la historia de la literatura. En fin, también hay que reconocerlo, la lectura siempre ha sido ejercicio de minorías, porque la lectura, cualquiera que sea, también es un ejercicio intelectual.