"No muchas veces, pocas diría yo, los periodistas tenemos la oportunidad o el tiempo de hacer un alto y volver atrás sobre nuestros propios pasos. Estar aquí esta mañana me llevó a mí a volver sobre los míos.

Acababa de terminar mis estudios en la Universidad de Costa Rica cuando, en mi primer día de trabajo en una agencia internacional de noticias, me dijeron: “¡Tenés que saber que la mayor parte de lo que vas a escribir irá para la basura!”. Así, sin más ni más, empezó mi relación formal con una profesión muy dura y exigente, pero sobre todo apasionante.

Veinticinco años después, hace dos meses, estando en Nicaragua, me pregunté por primera vez si lo que hacía tenía algún sentido. Esa fue una madrugada en que las fuerzas policiales y paramilitares del gobierno de Daniel Ortega entraron a punta de bala a la UNAN, acorralando a los estudiantes que estaban en las barricadas en una iglesia cercana. Uno de los muchachos quedó tirado en una trinchera y el otro cayó adentro del templo donde se había refugiado. Los dos con un tiro en la cabeza.

En ese momento me rebasaba la violencia, la injusticia y la impotencia… y sentí que a nadie le importaba lo que estaba pasando en Nicaragua. Lo que yo contaba, pensé, para muchos no era nada más que una noticia fugaz.

El periodismo tiene esa virtud: confrontarnos no solo con realidades descarnadas, sino también con nosotros mismos. Es una profesión retadora por excelencia, que nos sumerge en una vorágine de sucesos, toma de decisiones, en una eterna puesta en cuestión.

Cuando decidí, hace muchos años, salir de Costa Rica como corresponsal, un amigo me preguntó si lo que quería era ir a Colombia a contar muertos. Años después, cuando me trasladé a Cuba, alguien me comparó con un ave de rapiña que iba a esperar la muerte de Fidel Castro, y hace tres años, cuando acepté ir a Venezuela, algunos pensaron que lo hacía porque quería estar cuando ocurriera un “golpe de Estado” contra Maduro. No se explicaban por qué yo llegaba a ese país, cuando todos se iban.

Pero bueno… nada de eso pasó por mi mente. Yo quería, simplemente, contar historias… historias de una realidad mucho más compleja que la aparente.

--------------

Llegué a Colombia directo a las selvas de San Vicente del Caguán en plenas negociaciones de paz entre la guerrilla y el gobierno. Uno de los varios intentos que terminaron en fracaso. Cubriendo el conflicto colombiano aprendí a lidiar con la presión, directa e indirecta, de los grupos en choque por imponer su versión. Cada bando, el ejército y los grupos armados ilegales, se declaraba siempre vencedor en el mismo combate.

De esas selvas, por cierto, salí una vez con tifus, una enfermedad que, según me dijeron los médicos al regresar aquí a atenderme, no veían en Costa Rica desde hacía unos 50 años. En ese momento me dije que no iba a volver a ese país, pero esa sentencia me duró un par de semanas. Apenas me curé, ya estaba de vuelta en Colombia.

El 2 de mayo de 2002 murieron 79 personas, 48 de ellas niños, cuando guerrilleros de las FARC lanzaron un cilindro bomba contra paramilitares que se escondían detrás de la iglesia del pueblito de Bojayá, adonde se habían refugiado los pobladores. Fue la peor masacre en más de 50 años de guerra en Colombia.

Pocos días después, un grupo de periodistas fuimos llevados por el Ejército a cubrir la visita del presidente Andrés Pastrana al lugar de la tragedia. Ahí sólo se podía entrar atravesando la selva y navegando el río Atrato. Cuando llegamos, ya los sobrevivientes habían enterrado a sus muertos en fosas comunes. Esa fue la primera vez que sentí el olor a muerte, entre los escombros de la pequeña iglesia de Bojayá.

El gobierno explotó la masacre políticamente en su enfrentamiento con las FARC, sin mencionar que los paramilitares habían usado a la población como escudo humano. Pero, principalmente, la utilizó para desviar la atención sobre la responsabilidad que tenía por haber dejado al pueblo durante años a merced de los grupos armados ilegales que se disputaban el control del territorio. “Señor Pastrana: ¿por qué nos dejaron en el olvido?", oí que un hombre le gritó al presidente cuando desembarcamos en Bojayá.

Cerrar los ojos y tapar los oídos es traicionar el oficio. Allí, en las selvas de Colombia, aprendí el valor de la imparcialidad e independencia periodística; porque, como bien se sabe, en las guerras, sean armadas, ideológicas o económicas, la primera baja, el primero en caer, siempre es la verdad.

En un país polarizado, como Colombia, Venezuela, Cuba o Nicaragua, la información se convierte en un botín y el periodista termina siendo un enemigo más de uno u otro bando… o de los dos. Y esto afecta directamente la libertad de expresión en su carácter dual: en el derecho a informar y el derecho de la sociedad a estar informada.

Somos un gremio especialmente vulnerable, incómodo, por nuestro papel de denuncia. Es un oficio riesgoso, porque implica investigar, poner en evidencia, cuestionar. Pero el periodismo y el periodista se forjan en virtud de su responsabilidad social: desentrañar la verdad. Muchos han muerto, y siguen muriendo, defendiendo ese principio.

Con el boom de internet y, más recientemente, la explosión de las redes sociales, muchos se apresuraron a desahuciar esta profesión. En un escenario en el que todos tienen acceso a la información en las distintas plataformas tecnológicas, el periodismo parecía dejar de tener sentido.

Hoy se les llama fake news, pero noticias falsas, tergiversadas, manipuladas o sesgadas han existido desde siempre. Una de las más difundidas, no por días sino por años, fue la muerte de Fidel Castro. No puedo calcular cuántas veces tomé el teléfono para recibir una llamada que me alertaba de rumores que hablaban incluso de que el presidente cubano ya estaba embalsamado.

Estando en la ciudad de Holguín, en el oriente de la isla, ocurrió algo imprevisto la noche del 26 de julio de 2006. Hacía un calor sofocante y llevábamos una hora y 49 minutos de discurso cuando Fidel Castro, contrario a su costumbre de maratonianas alocuciones, se despidió abruptamente de la multitud en la plaza.

"Yo tenía otros temas aquí, pero no voy a hablar más", dijo cortante y bajó de la tarima. Minutos después, partió en uno de los tres Mercedes Benz negros, blindados, seguido de una veloz caravana de escoltas. Ninguno de los periodistas que estábamos allí supo lo que estaba pasando, pero esa salida de escena abrió una nueva era en Cuba.

Fidel Castro fue operado al día siguiente de emergencia tras una hemorragia intestinal, y cinco días después cedió el poder temporalmente a su hermano Raúl Castro. Fue apenas en ese momento que nos dimos cuenta de lo que había ocurrido en Holguín.

Año y medio después, pasada la una de la mañana del 19 de febrero de 2008, antes de descansar, abrí el sitio en internet del periódico Granma y vi en primera plana la carta en la que el presidente cubano renunciaba definitivamente al poder. Nadie se había imaginado una sucesión en Cuba con Fidel Castro en vida.

Ni cuando cayó enfermo, ni cuando renunció a la presidencia y tampoco cuando murió en noviembre de 2016, se filtró la información real. ¡Tantos rumores que circularon por años con “informes confidenciales” de fuentes “bien informadas o anónimas”… y la noticia sólo fue noticia cuando el hecho fue.

Los periodistas tenemos la obligación de verificar, confrontar las fuentes y no publicar la información mientras no estemos seguros de que es verídica, aunque estemos bajo la presión de la inmediatez con la que queremos responder a una audiencia sedienta de contenidos, sobre todo si se trata de una figura o acontecimiento de interés mundial. Me dio taquicardia y se me hicieron eternos los minutos que tardé verificando que la página de Granma no hubiera sido hackeada, pero cuando di el clic para enviar el flash de la renuncia de Fidel Castro ya estaba completamente segura. No había marcha atrás.

En un país como Venezuela, donde abunda la desinformación, las fake news han hallado tierra fértil. Guardar la serenidad frente a la avalancha de rumores que circulan en Twitter es un verdadero ejercicio de autocontrol. El reloj puede ser un arma de doble filo si no manejamos con responsabilidad lo que publicamos.

Acá destaco el valor de la rigurosidad; más que una práctica aconsejable, un ejercicio imprescindible.

La credibilidad es el activo más valioso de un medio de comunicación y de un periodista. En mi criterio, el verdadero problema del periodismo es la pérdida de credibilidad por su mercantilización o sumisión a intereses económicos y políticos, no por la masificación de las redes sociales.

Lo primero que recuerdo de mi relación masoquista con Venezuela son unas manchas de sangre en el suelo de una plaza en Caracas. Con la imagen de una virgen, unas flores y unas velas, habían improvisado un pequeño altar justo en el lugar donde tres personas habían muerto a tiros el día anterior.

Eran los días turbulentos del fallido golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en 2002. Desde entonces, nada entre ese país y yo ha sido normal.

Años después, en marzo de 2013, en otra de las varias veces que volví a Venezuela antes de vivir allí, llegué del aeropuerto directo a una enorme explanada donde cientos de miles de personas hacían cola para pasar frente al féretro de Hugo Chávez. La fila parecía no tener fin. Intenté entrar por un lado, y no pude. Traté por otro y tampoco. Entre empujones, logré colarme entre la gente. Era ya la medianoche. Calculo que esperé unas tres horas hasta que llegó mi turno. No se permitían cámaras, grabadoras, ni celular, así que no quedó otra que tratar de retener todos los detalles que pudiera en menos de diez segundos junto al ataúd.

Es un poco lo que hacemos todos los días: perseguir y corretear; ir más allá de lo evidente, abrir bien los ojos para ver algo distinto de lo que ven los demás; y si nos cierran una puerta, pues entramos por la otra. Las mejores historias siempre están detrás de un periodismo hecho con perseverancia.

Los periodistas no podemos perder nunca nuestra capacidad de asombro. Venezuela superó la mía: no hay forma de contar el día a día en ese país sin que los sucesos te desborden. La actualidad no para y la sed de información es insaciable.

Día a día, durante cuatro largos meses, entre abril y julio de 2017, varias calles de Caracas y otras ciudades venezolanas fueron escenario de una batalla campal entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad del gobierno de Nicolás Maduro.

Nubes de gases lacrimógenos envolvieron zonas de la capital y de otras ciudades del país, entre lluvias de piedras y bombas molotov. La violencia desbordada durante las manifestaciones cobró la vida de unas 125 personas, muchas de ellas jóvenes. Hubo periodistas golpeados, amenazados, intimidados. Acá una muestra, cuando apenas llevábamos dos meses: https://www.youtube.com/watch?v=nm7U2hh8QZ8&t=64s

Fue una cobertura de vértigo, de alto riesgo y resistencia. El estrés y el cansancio no tenían límite. Siempre pasaba algo más y siempre era peor. El escritor venezolano Leonardo Padrón dijo una vez que “Venezuela necesita con urgencia una cierta dosis de aburrimiento”. Yo creo que tiene un poco de razón.

Allí nunca se sabe cuándo termina la jornada. Una amiga que tenía poco de haber llegado a trabajar a Venezuela me dijo una vez que iba a salir alcohólica de ese país, porque tenía que ver -como yo- las comparecencias de Maduro por televisión durante cuatro o cinco horas, casi siempre imprevistas, de día o también de noche. Con un vaso en la mano, me decía esa amiga, el trance se lleva mucho mejor.

Pero aunque importante, ese seguimiento de locura que hacemos al oficialismo y sus opositores no es lo más difícil. Humanizar la crisis, mantener el equilibrio informativo y desbrozar el camino de rumores y noticias falsas para tratar de explicar la compleja situación en Venezuela, interpretar el caos y descifrar hacia dónde se enrumba el país, ha sido –y lo sigue siendo- todo un desafío.

Cada vez que salgo de Caracas, por cierto, no falta quién me pregunte: ¿Qué va a pasar en Venezuela? Piensan que por ser periodista y trabajar allá tengo que saberlo. Me gustaría, la verdad, saber en qué terminará esa crisis. Los periodistas usamos el contexto para interpretar y explicar, pero no tenemos una bola de cristal. Ese es el país donde pasa de todo, pero no pasa nada. Al menos por ahora.

Llevando a cuestas esos cuatro meses de protestas en Venezuela me fui a mediados de este año a Nicaragua. Apenas llegué… directo a la calle, entre el temor y las barricadas. Un colega que me conoce muy poco, o nada, me dijo con estridente ironía que me aconsejaba no ir en tacones. Más que enojarme, me dio pena por su simpleza mental.

Nicaragua, el país donde nací, me revolvió personalmente y remeció los cimientos de mi ejercicio profesional. Creí estar preparada, pero en periodismo nunca se tiene suficiente experiencia.

Me cuestioné la independencia y la imparcialidad, oyendo a aquel humilde profesor y excombatiente del pueblito de Monimbó que, entre lágrimas, compartió su dolor por el hijo muerto en una trinchera.

Me cuestioné el equilibrio informativo cuando me resultaba difícil dar algún crédito al discurso de paz del gobierno de Daniel Ortega. Porque a mí nadie me puede decir que no vi lo que vi.

Me cuestioné hasta dónde debe un periodista arriesgar su vida, cuando quedé atrapada con mis colegas en una iglesia en Diriamba adonde entraron violentamente paramilitares encapuchados y armados, con la complicidad de la policía.

Pero los dilemas son normales en esta profesión inquieta, viva y desafiante, obsesiva y voraz.

Sólo la solidez de sus principios éticos puede sostener a un periodista en el atolladero de sus propias dudas y reflexiones, en la cobertura más difícil, en la coyuntura más imprevisible.

Para mí, el periodismo tiene el sentido que le dan las anécdotas que me cuentan en las filas en los supermercados de anaqueles vacíos en Venezuela; la alegría de dos hermanos -una guerrillera y un soldado- que se reencuentran 12 años después de haber sido separados por la guerra en Colombia; el clamor de justicia que escuché de los padres de los 43 estudiantes en Ayotzinapa; en la entereza de Pascuala y Vidal que cada Día de los Difuntos en Guatemala adornan con flores amarillas las tumbas de su hijo muerto en la guerra y de su nieto víctima de la violencia criminal; en la valentía de la vendedora de mamones en una barricada en Masaya que me dice estar en resistencia porque, con tantos muertos, ya no hay vuelta atrás.

Yo hallé el sentido de lo que hago yendo a la esencia misma del oficio: la gente. Lo encontré en la calle, que es donde están las historias, donde el periodismo se reinventa y humaniza.

Son las 4 de la madrugada del sábado 14 de julio y aún espero el desenlace del cerco que tendieron los antimotines a los estudiantes de la UNAN en Managua. Estoy en el límite del cansancio y me pregunto qué sentido tiene seguir ahí. Pero no me sale hacer otra cosa. Quizás sean el sentido del deber y el impulso loco a lo que se le llama ética y vocación".