“Foto: Sala de lectura de la antigua Biblioteca Nacional, en San José.

"Un ambiente ideal porque San José, la capital, era una ciudad pequeña y tranquila, pero con librerías bien dotadas, atendidas por libreros de verdad, en las que se celebraban tertulias literarias (…). Había también una espléndida Biblioteca Nacional, desgraciadamente derruida años más tarde para convertir el solar donde se asentaba en un vulgar estacionamiento, y donde me sentaba a conversar con su director, afable y erudito, don Julián Marchena” (Una isla en un mar de tormentas, La Nación, 26/5/2022).

Existe la tentación a idealizar el pasado, como puede suceder en este caso. Una época de prosperidad, que posiblemente solo existió para aquellos que fueron favorecidos por la fortuna pero que son quienes han impuesto su impronta sobre aquella época, que las nuevas generaciones solo han conocido por medio de lecturas, fotografías, videos o versiones de quienes aún sobreviven.

En mi caso, un joven de la Costa Rica profunda que llegó a San José, una ciudad que no conocía, para abrirse paso y rehacer su vida, entre dificultades económicas, como sucedió a miles de inmigrantes expulsados del campo que trataban de abrirse un espacio en la ciudad en aquellos años sesenta o setenta, unos con mayor éxito que otros.

Para ellos, era una ciudad más, no así para los capitalinos que la vivían a diario y podían percibir las transformaciones que se iban dando con el paso del tiempo.

Pero en lo que parece haber consenso, es que la capital costarricense, con sus cinco templos católicos formando una cruz: la Merced, en el oeste, la Soledad, en el este, la Dolorosa, en el sur, el Carmen, en el norte, y la Catedral Metropolita, en el centro, puede resultar desconocida para quienes la habitaron en sus mejores tiempos, en sus años de relativo esplendor, si es que los tuvo, como de alguna manera la deja entrever el escritor nicaragüense, aparte de exaltar otras virtudes de la sociedad costarricense.

El deterioro parece innegable. Al menos, culturalmente es poco lo que puede ofrecer, por no decir que se ha desplomado. Aparte de algunos museos de visita obligada para cualquier turista sobre todo extranjero: el Museo Nacional, el Museo del Jade y de la Cultura Precolombina y el Museo del Oro, es poco lo que resta de novedoso.

Y sin duda el majestuoso Teatro Nacional, con su elegante cafetería, que aún a nadie se le ha ocurrido derrumbarlo para instalar un parqueo que ofrecería mayores beneficios económicos, destaca en ese mundo declinante.

El Cine Variedades, una estructura de finales del siglo XIX y patrimonio arquitectónico nacional, corre el riesgo de desplomarse pronto ante la inacción de las autoridades del ministerio de Cultura. Nada extraño sería que un día despertemos y en el ese espacio nos sorprenda un “vulgar estacionamiento”, como dice el escritor nicaragüense, con su piso de cemento, igual que sucedió con la sede de la Biblioteca Nacional y otros edificios históricos.

Es de suponer que, para el turista europeo, que se pasea por las calles capitalinas con su cámara colgada al cuello, no le parezca extraño una ciudad desaliñada, como esta. Ya tienen el estereotipo de que vienen a una urbe del tercer mundo y así son: descuidadas, decadentes, con sus excepciones, que siempre las debe haber. Hasta le puede parecer natural tener que esquivar indigentes tirados en aceras a vista y paciencia de todos, la basura y los malos olores y las advertencias de cuidar sus pertenencias como deben hacerlo los nacionales que la transitan a diario.

Con sus pocos edificios antiguos que han sobrevivido a la voracidad depredadora, el barrio Amón y un poco el Otoya, de lo que a comienzos del siglo XX eran las afueras de la ciudad, es poco lo que queda. Los ríos que la circundan convertidos en basureros, en cloacas a cielo abierto, como todos sabemos, a pesar de los esfuerzos encomiables de grupos privados que día a día luchan incansables por rescatarlos. Un día sacan cientos de kilos de desechos, para que, al día siguiente, los mismos de siempre, vuelvan a arrojar su basura al cauce que, como no es mío y no me pertenece, lo destruyo.

A pocos se les ocurriría fijar una cita de amigos, para una velada nocturna familiar, en un bar o en un restaurante en el centro de la capital en horas de la noche. Los cines de antaño, al estilo de Cinema Paradiso, han desaparecido. Se han instalado en modernas salas en la periferia u otros cantones, con más seguridad y mejores condiciones. Las salas de teatro, que en algún momento tuvieron gran auge, han venido a menos.

Sobreviven caferías que se alimentan de quienes, con alguna frecuencia, o mucha, como es mi caso, visitan el centro de la ciudad capital. Ciertamente, en este caso, su calidad ha mejorado. Hasta el legendario bar y restaurante Chelles, cerró, después de más de un siglo. Había abierto en 1909.

Sobrevive el icónico La Bohemia, lugar de reunión de nostálgicos y aspirantes de bohemios.

San José se ha convertido en una ciudad de paso, con poco que ofrecer. Una ciudad en decadencia. Por sus calles y avenidas, la gente camina apresurada en busca de un destino seguro, como si quisiera escapar entre la gente de un lugar que no le pertenece, al que no pertenece, al que le teme.

A la salida del Teatro Nacional, cuando ocasionalmente se presenta algún concierto o una obra de teatro en horas de la noche, todos salen despavoridos, como si alguien los persiguiera, rumbo al parqueo más cercano, ojalá en grupos para mayor protección, eludiendo indigentes que duermen en las aceras y las pulperías instaladas en cada esquina cerrando el paso al peatón. O esperar el vehículo que abordarán al costado norte de la Avenida Segunda.

En algún momento San José tuvo pretensiones de ser una ciudad habitable, como registran imágenes de aquellos años. También lo han registrado historiadores y escritores. ¿Quién es el responsable? Podríamos decir que los gobernantes, que se hicieron de la vista gorda, cuando menos o, cuando más, contribuyeron a destruir y afear a la ciudad. ¿Y la municipalidad josefina? Al alcalde, con más de treinta años al frente del ayuntamiento, parece que ya se le terminó el combustible, se le acabaron las ideas, al tiempo que lucha diariamente contra denuncias de irregularidades en sus funciones, verdaderas o imaginarias, en la corporación capitalina.

Hasta el que ha sido el mayor acontecimiento cultura del cada año, la Feria Internacional del Libro, abandonará su sede de mucho tiempo, la Antigua Aduana, uno de los edificios emblemáticos que han sobrevivido a la depredación, y saldrá de la capital. Su nueva sede,

el Centro Nacional de Convenciones, en el Barreal de Heredia, más seguro y acogedor,

según tengo entendido, sin el ejército de guachimanes acosando al visitante y los agentes

municipales esperando el menor descuido para hacerle la boleta.

San José, 7 de julio 2022.